MARÍA LEJÁRRAGA nació el 28 de diciembre de 1874. Hace tiempo que su memoria se viene recuperando gracias al trabajo de numerosos investigadores y editoriales como la sevillana RENACIMIENTO. Todo este esfuerzo ha cristalizado en una estupenda película documental, A LAS MUJERES DE ESPAÑA, dirigida por LAURA HOFMAN y nominada a los Premios Goya 2023. En 2018 escribí este cuento dedicado a María con el que gané el Premio Internacional de Relato Encarna León. Está publicado por la Ciudad Autónoma de Melilla.
LA DAMA VAGABUNDA (La última obra de María Lejárraga)
1
LA MUJER VELADA Y LA ANCIANA
(A manera de prólogo)
Se oye una música, entre dramática y misteriosa, que anuncia sin duda un hecho sorprendente. Una apacible anciana, tez pálida, cabellera blanquísima, está leyendo en un cómodo sillón cuando toda la estancia se oscurece y una mujer se yergue frente a ella. Es alta y va cubierta con un velo. La anciana deja el libro sobre sus rodillas. Ambas se miran.
LA ANCIANA: ¿Quién eres? ¿Dónde vas? ¿Por qué me miras con esos ojos tristes?
LA MUJER VELADA: (Con voz suave y musical.) ¿Ya te has olvidado de mí? Me dijiste lo mismo el año pasado.
LA ANCIANA: (Bromista.) Me alegro de que conserves tan buena memoria. Te estaba esperando.
LA MUJER VELADA: Aunque no me tomes en serio, me agrada tu tono de cínica burla. Yo también tengo sentido del humor.
LA ANCIANA: ¡Somos tal para cual! ¿Qué, nos vamos?
LA MUJER VELADA: (Con amor y piedad.) ¡Insensata… aún no es hora!
LA ANCIANA: (Fingiendo enfado.) ¡Bonita inocentada: otra prórroga…!
LA MUJER VELADA: Pero recuerda que he de llegar cuando no me aguardes.
LA ANCIANA: (Con cierto desdén, cansada.) Soy tuya…
LA MUJER VELADA: Eres mía…
(Sin decir nada más la dama se aleja rápida y silenciosamente, como si no tocara con los pies el suelo.)
2
LA DAMA VAGABUNDA
—¡Gregorio, Gregorio! ¿Dónde estás, perro atontado?
La mujer que vemos se llama María de la O. Lejárraga. Sus torpes movimientos contrastan con el entusiasmo casi juvenil que siente. Es 27 de junio de 1974 y María, con noventa y nueve años, recorre su limpia habitación del sanatorio San Camilo de Buenos Aires preparando una obra de teatro. Mañana morirá de una crisis cardíaca, pero hoy, ajena a su cita con la muerte, la gran escritora española continúa alimentando el fuego de la creación como hace años, cuando trabajaba con su marido Gregorio Martínez Sierra.
Dentro de seis meses, el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, María cumplirá cien años y para celebrarlo se ha propuesto estrenar una nueva comedia.
Ciega de un ojo por culpa de una incurable catarata, aunque María ya no puede escribir bien lleva la obra en su cabeza; pero el actor principal, el perro Gregorio, ¡vaya por Dios!, ha desaparecido. Gregorio es un viejo perrazo de Terranova que vive en el patio del sanatorio y que no se llama Gregorio. Gregorio es sólo el nombre del personaje que tiene que interpretar; y María, para que se vaya acostumbrando al papel, lo llama siempre así. Como Gregorio es tan dócil y cariñoso, su compañía sirve de eficaz terapia para algunos enfermos. Todas las mañanas sor Juana, una de las enfermeras que se turnan día y noche con ejemplar diligencia para cuidar de María, lleva a Gregorio a la habitación de esa bonachona y extravagante exiliada española que le da galletas mientras le cuenta al oído peludo el argumento de su obra. Sor Juana tiene veinticinco años y ni es monja ni se llama Juana, lo que ocurre es que por su dulzura a María le recuerda a Sor Juana de la Cruz, una de las monjas de Canción de cuna, su obra más famosa; por eso ella, como hace con Gregorio, siempre le cambia el nombre. A pesar de su juventud, sor Juana trata a María con un cariño casi maternal, como si María no fuese una anciana centenaria sino una niña que hubieran dejado abandonada en la puerta del sanatorio. Y María la quiere no como a una hija, pues nunca ha tenido eso que llaman instinto maternal, sino como si fuera uno de sus personajes, los únicos hijos que ella ha parido. Sor Juana está encantada con su nombre prestado. Ella admira mucho el teatro de María y Canción de cuna es su obra preferida. La ha leído tantas veces, que casi se la sabe de memoria. Entre pastilla y pastilla, toma de tensión, control del ritmo cardíaco y alguna que otra inyección, suele recitarle a María, con maneras de primera actriz, algún diálogo de su obra. Sor Juana siempre lleva encima un pequeño ejemplar de una cuidada edición de Canción de cuna que a María le hace mucha gracia porque la enfermera, cándidamente vindicativa, ha tachado el nombre de su marido de la portada para escribir María de la O. Lejárraga, el nombre de “su verdadera autora”, como suele decirle con fingida vehemencia antes de comenzar una de sus entrañables discusiones acerca de la autoría de las obras firmadas por Gregorio Martínez Sierra. De nada le sirve a María decirle que el encanto está en producir, que a ella la exhibición personal nunca le gustó y que, además, como las obras son los hijos nacidos de su unión intelectual con Gregorio, con llevar el nombre del padre les basta. Sor Juana sabe que esa “colaboración” que María proclama es falsa. O, al menos, lo es en la proporción que ella pretende.
Pasado mañana, cuando sor Juana lea en algunos periódicos el obituario de María reduciéndola sólo a «La viuda del que fue famoso comediógrafo y celebrado realizador teatral, don Gregorio Martínez Sierra», a la pena por su pérdida se le unirá una irrefrenable cólera que sólo podrá sosegar visitando a María en su nueva residencia, el cementerio de la Chacarita, para leer junto a ella algunas páginas de Canción de cuna.
Pero eso será pasado mañana. Hoy, sor Juana está gozosamente ocupada haciendo sus funciones de ayudante de dirección en la divertida comedia animal en un acto que prepara María. Así, pues, lo primero que hace es ayudarla a sentarse en su sillón para que no se canse, ya ella encontrará a Gregorio que no está perdido sino justo ahí, ¿lo ve usted, doña María?, ahí mismito. Gregorio está debajo de la cama jugando con Catalina…
Catalina es la partenaire de Gregorio, una gata de pura raza egipcia que regalaron a María el año pasado por su cumpleaños las enfermeras de San Camilo. Al contrario de lo que pasa con Gregorio, Catalina sí es el verdadero nombre de la gata. María la bautizó así a los pocos días de tenerla, cuando nada más conocer a Gregorio saltó con gracia serpentina sobre su lomo sin que el perro hiciera nada. Sorprendentemente, contradiciendo a su especie, Gregorio no sólo no ladró intentando cazar a aquella descarada felina sino que pareció quedar prendado de ella contemplándola con una mirada que parecía de amor a un tiempo reverente y protector. Luego, cuando la gata comenzó a pasearse con empaque imperial sobre el fuerte lomo sumiso mirando a todos con desdén, enorgullecido el tonto perro por la adorada carga, María decidió que su gata se llamaría Catalina. Y en ese momento se le ocurrió la obra de teatro que viene ensayando desde entonces sobre los amores de una gata egoísta y un perro atontado.
—¡Válgame Minerva! —dice muy contenta María cuando sor Juana le acerca a Gregorio y a Catalina para que comiencen los ensayos. Pero los ensayos tendrán que posponerse hasta mañana, pues María, en cuanto ha acariciado un poco a sus dos actores, se ha quedado dormida.
Deja sor Juana a María que descanse con su gata en el regazo y le pone la correa a Gregorio para llevarlo a hacer compañía a otros inquilinos de la clínica. Ahora tendrá que volver a llamarlo por su verdadero nombre, aunque a ella el que de verdad le gusta es el de Gregorio. Sor Juana leyó con avidez el libro de memorias que María publicó hace algo más de veinte años, cuando dejó de vagar por Europa para venirse a vivir definitivamente a la Argentina, y sonríe con infantil picardía porque sabe que la obra de teatro es un inocente desquite de la escritora, una forma de conjurar sus peores recuerdos; esos recuerdos con sabor a ceniza en los que Gregorio Martínez Sierra, su compañero, la abandona por Catalina Bárcena, la insigne actriz, la bellísima actriz, la actriz de voz subyugante que suena a música celestial… ¡La frívola, engreída y caprichosa Catalina Bárcena! ¿Cómo pudo seguir escribiendo María papeles para esa mujer después de que Gregorio la dejara?
Cuando sor Juana piensa en estas cosas se irrita muchísimo. Ella sabe que María se vio obligada a escribir esas memorias cuando murió su marido, y con él la firma con la cual había publicado y escenificado la casi totalidad de sus obras, para poder cobrar sus derechos de autor; derechos que ahora debe compartir con una hija de Gregorio y Catalina. Aunque María no hace ninguna crítica a su marido y sus memorias son un generoso canto de amor en el que repite una y otra vez que todas sus obras son fruto de la estrecha colaboración de ambos, sor Juana no se conforma y por eso le cuesta aceptar que María eligiera el anonimato como forma de vida literaria. Además, que en esos deliciosos fragmentos de recuerdos, aunque lo haga con exquisita elegancia, por mucho que quiera negarlo María deja constancia de lo contrario. Y cada vez que la joven enfermera le pone en el tocadiscos El amor brujo, María, mientras canturrea con gracioso acento andaluz la canción del fuego fatuo, olvidándose de la red de mistificaciones que ella misma ha tejido alrededor de sus creaciones, le cuenta la relación con su buen amigo Falla y con cuánto ahínco trabajó con él para escribir, ella sola, el emocionante libreto de la obra.
Las memorias de María se llaman Gregorio y yo, y aunque sor Juana les tiene una enorme afición y las relee casi tanto como Canción de cuna, no deja de reprochar cariñosamente a María que para firmarlo sólo hubiera recuperado su nombre de pila. María se ríe muchísimo batallando con sor Juana. Siempre que le recrimina el que toda su producción escrita en el exilio tras la muerte de Gregorio esté firmada por esa “extraña” María Martínez Sierra y no por la gran María del O. Lejárraga que ella conoce, poniendo cómica voz de superiora de convento María le replica con los comentarios más inesperados, traviesas humoradas cargadas de ingenio que desarman a la joven enfermera. Las batallas perdidas de sor Juana desfaciendo el entuerto autoral de María, siempre acaban con un armisticio de abrazos y cálidos besos. A pesar de todo, fiel a su espíritu quijotesco, al igual que con su ejemplar de Canción de cuna, en todas las revistas y periódicos argentinos que conserva con colaboraciones de María Martínez Sierra, sor Juana ha ejecutado su “donoso escrutinio” en forma de tachaduras y posterior enmienda sobre el apellido.
Decididamente sor Juana es la más esforzada defensora de María Lejárraga. Toda la bondad que la joven enfermera desprende en su trabajo, desaparece cuando se trata de reivindicar la obra de María. Cuando cruzó el Atlántico, antes de llegar a Buenos Aires María estuvo un tiempo en Estados Unidos donde intentó vender algunos cuentos a Walt Disney. La poderosa empresa los rechazó pero al poco tiempo estrenó una película de animación que según le contó María a sor Juana plagiaba en parte uno de aquellos cuentos. La película es La dama y el vagabundo y ni que decir tiene que sor Juana le ha jurado odio eterno a Walt Disney y se niega rotundamente a ver sus películas.
—Vamos Gregorio, ven Gregorio, Gregorio… —dice sor Juana tirando suavemente del perro para salir mientras el nombre queda flotando en el aire de la habitación que huele a sándalo y café.
«Gregorio, Gregorio, Gregorio…».
María se ha dormido pensando en su nueva obra. Cuando acariciaba la piel atigrada de Catalina, su cerebro estaba ya repasando el último cuadro en el que el perro Gregorio se da por fin cuenta de que su verdadero amor es la perrita María, su novia de toda la vida a la que abandonó tras quedar cautivado por los hechizos de seducción de la hermosa y pérfida gata Catalina. Como en el sanatorio no hay ninguna perrita, María ha sabido sortear con profesionalidad este obstáculo, ¡gajes del oficio!, haciendo que la que ella ha imaginado como encantadora, adorable, culta y refinada perrita María sólo intervenga como ensueño de la razón. Quizás cuando despierte no se acuerde del final de la obra y haya olvidado algunos extraordinarios hallazgos escénicos que ha elaborado en la duermevela; porque aunque la cabeza de María funciona perfectamente, algunas veces le falla la memoria. Pero sólo cuando está despierta, pues cuando duerme todos los recuerdos le aparecen con nitidez. María ya no tiene otros sueños que su vida; una vida proyectada como película sin fin; un vértigo de fotogramas con olor a heno recién cortado que siempre la lleva a su infancia feliz en San Millán de la Cogolla, la aldehuela de la Rioja en la que nació y fue bautizada, ¡venturoso presagio!, en la misma pila que Gonzalo de Berceo. Allí vivió hasta que a los cuatro años la familia se trasladó a Madrid. Y se sueña María en la dichosa aventura de leer en libertad gracias al noble espíritu y la refinada cultura de sus padres. Y sueña con un pedazo de seda de un viejo vestido de su madre, con bordaditos negros, que guardó durante años porque desprendía un sutil aroma en el que estaba conservada su esencia. Su madre, su primera maestra a la que María sueña siempre dándole clases de francés y encendiendo innumerables hogueras de ilusión junto a su padre, generoso médico rural incapaz de cobrar por sus servicios a los más desfavorecidos. Mientras sueña, su cerebro se convierte en un cinematógrafo en el que la tira de celuloide siempre está impresa con la imagen de su abuela, melancólica dama vestida de negro, cuando dejaba que la acompañara al gallinero y le consentía que compartiese con los polluelos recién nacidos la sopa en vino que había preparado para ellos. Y aparece también, ¡delirio delicioso!, su primer teatrillo de juguete lleno de actores de cartón con el que María, junto a Talía y Melpómene, aprendió a amar las bambalinas, los telones y bastidores mientras inventaba farsas basadas en la Historia, la mitología, los cuentos de Andersen o las hazañas del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. En la película de su vida, vuelve siempre a deleitarse María viendo cómo por un agujero que ella misma ha hecho se escapa el serrín del cuerpo de esas bobas muñecas lloronas de su niñez que a ella nunca le han gustado. Y se sueña como una flamante maestra de escuela, ¡qué inmensa alegría contribuir a despertar la inteligencia infantil!, que con apenas veintitrés años conoce a un muchacho algo menor que ella, un tímido ratoncillo de salud quebradiza, menudo y nervioso, amigo de sus hermanos con el que comparte la pasión del teatro. María ha escrito ya su primer libro de cuentos infantiles; él, está terminando un libro de poemas. Juntos buscan hamadríadas detrás de los árboles y náyades bajo cada gota de agua. Los dos se quieren y en apenas tres años se casan. Y viven felices, como en una bonita novela de amor, su vida en común llena de libros y grandes amigos: Juan Ramón Jiménez, Zenobia Camprubí, Jacinto Benavente… Revistas literarias, poesías, novelas y teatro, mucho teatro. Trabajan juntos proyectando obras que escribirá María para que él las firme. Y tras mucho esfuerzo, llega el triunfo. Cuando después de una exitosa representación él salga a saludar para recibir la ovación del público, desde las sombras de un palco María aplaudirá con más fuerza que nadie. Y se unirá, feliz y enamorada, al coro de espectadores que gritan el nombre del gran dramaturgo: ¡Gregorio, Gregorio, Gregorio…!
«Gregorio, Gregorio, Gregorio…». La voz de sor Juana que había quedado flotando en la habitación se ha colado por el oído de María para unirse a las admiradas voces de ese teatro de ensueño solapándolas hasta silenciarlas. También María se ha callado. Ahora sólo se oye la joven voz que poco a poco va distorsionándose hasta convertirse en un chillido desapacible. «Gregorio, Gregorio, Gregorio…». Sigue escuchando María una voz joven pero ya no es la dulce voz de su enfermera sino la horrísona voz de falsete de Catalina Bárcena. Y entonces se agita en un temblor que principia en los pies y le recorre el cuerpo hasta consumar finalmente en un rictus trágico de su boca arrugada. Al sentir la máscara de la tragedia sobre su propio rostro, María sueña que se despierta y ve a la gata sobre sus rodillas maullando el nombre del traidor. El sueño se vuelve negro al recordar la infamia, el desengaño, la pena insolente sin consuelo ni medida y las horas desperdiciadas sufriendo por amor. Los años de impostura en los que mientras ella soñaba con pan y leche y miel, él iba anhelando oro y laureles. Le robaron el papel principal en la obra de su vida y tuvo que conformarse con verla, ¡espectadora privilegiada!, desde la triste concha del apuntador. Hasta la separación definitiva.
Pero lejos de repudiar a Gregorio, presa de una subordinación que contradice a su firme convicción feminista, María continúa escribiendo para él y siente renacer una pueril esperanza cada vez que recibe alguna carta suya. «Vidita mía, mándame pronto el cuarto acto…»; «Niña mía, ¿cómo llevas ese artículo para Blanco y Negro…?»; «Adiós, rica, soy tu hijito, tu calamidad, tu pequeño, tu viejo amigo…». Y sueña María con aquel lápiz mordido por Gregorio que aún conserva como una reliquia. Algunas veces, en la soledad de su cuarto, ella lo muerde sin temor a contagios, confiada en que ningún microbio podía albergar aquella boca fresca que no fuese el microbio del buen humor, de la gracia y de la risa…
Quisiera María volver atrás en el tiempo; a ese tiempo de paz en el que ella está sentada en el escritorio y él se inclina sobre su hombro para ver lo que va escribiendo. Pero la verdad de la vida está en los sueños y María no puede luchar contra el cruel orden que le muestra su nueva vida sin él, una vida en la que cambia las tablas del teatro por las de la política.
Comprometida con la República, cuyo advenimiento le produjo la mayor alegría de su existencia, mientras Gregorio conquista Hollywood haciendo películas ella recorre los caminos de España levantando conciencias. Se siente rejuvenecer María soñándose como diputada al Congreso cuando otro mal sueño viene a quebrar el ilusionante sueño republicano. Es el estremecedor sueño de la guerra que la destierra de su patria para siempre. También Gregorio se quedará fuera de España. Esta generosa tierra argentina que ahora la acoge a ella, será durante años el refugio del marido infiel. Hasta que llega el fatídico año de 1947 y la enfermedad que lo había perseguido toda la vida le da caza. Gregorio volverá a España para morir…
Ése es si duda el peor de los recuerdos que sueña María. Una radio le da la funesta noticia y en la lejanía francesa ella llora frente a un espejo que no le devuelve su imagen sino la de Gregorio. Las lágrimas se cuajan en sus ojos y bajan por las mejillas hasta llegar a su boca. Y mientras bebe sus lágrimas entre saladas y dulces siente que su alma se desgaja del cuerpo para volar hasta su lecho de muerte. «Duerme en paz, Dios te guarde…», le dice, dulcemente. Y con cuidado maternal le cierra los ojos y le cruza las manos sobre el pecho. Después se arrodilla a su lado y, levantando los ojos al cielo, María sueña una plegaria: «¡Señor, doy mi alma por la suya…!».
*****
Aún resuenan dentro de su cabeza las desesperadas súplicas cuando María pasea por el patio de la clínica san Camilo. Pero apenas anda. A la tortura de la arterioesclerosis se le ha unido hoy un malestar nuevo; un raro desasosiego que siente desde que otra de las enfermeras que cuidan de ella la ha despertado para llevarla a tomar un poco el sol. Y sigue María oyendo el débil eco de los sueños cuando vuelve a su habitación, más cansada que nunca, y se sienta nuevamente en su sillón. A pesar del sol que ha absorbido, María tiene frío. Pero, de pronto, como un vendaval de juventud, la alegre voz de sor Juana precede a su entrada en la habitación llenándola de tierna calidez.
—¡Habéis venido aquí para escuchar un cuento, y os han hecho saltar las tapias de un convento…!
Apartando con su alegre actitud los fríos nubarrones que amenazaban la habitual animosidad de María, entre risotadas contagiosas y sin apenas respirar sor Juana le está contando cómo ha regañado a un grupo de recios gauchos jubilados porque estaban viendo un partido de fútbol en la sala de televisión. Muy en su papel de rígida enfermera, les ha dicho que para prevenir el deterioro cognitivo hay que ver menos fútbol y leer más. Y aprovechando la larga pausa entre los dos tiempos del juego, les ha leído el segundo acto de Canción de cuna. Y no para de reír sor Juana mientras le cuenta a María los esfuerzos inútiles que han hecho algunos por disimular unas lagrimillas traidoras que desafiaban a su masculinidad.
Reconfortada con la alegría de sor Juana, cuando la enfermera, porque ya ha terminado su turno, se despide de ella emplazándola para continuar mañana con los ensayos de la obra, María se levanta del sillón y la abraza con fuerza. La ternura que transmite el abrazo anula la extrañeza que siente sor Juana al ver que hoy María no se despide con alguna de sus bromas como siempre.
—¡Dios te bendiga, hija mía…!
*****
Ya en la cama, antes de dormir, María se mira en el espejo de pared que tiene enfrente. A pesar de la vista tan debilitada, ve con claridad su imagen reflejada y cómo gradualmente se transforma en otra. Es una mujer cubierta con un velo.
—¿Quién eres? —dice María con tono irónico.
La mujer velada la mira con tristeza. En silencio se levanta el velo de la cara. Su rostro, envuelto en lívido resplandor, deja ver la descarnada calavera de la Muerte.
—Soy mi propio espejo y mi propio fantasma —continúa, bromista, María—. No te esperaba hoy. Aunque te presentía… ¿No dices nada? Estás demasiado triste.
—Y tú demasiado alegre —dice, al fin, la mujer velada.
—La única razón de la vida está en la alegría con que se vive… Soy tuya.
—Eres mía.
María coge un libro de la mesilla.
—¿Qué haces? —pregunta la mujer velada.
—¡Es un bonito momento para tocar la flauta de Sócrates…! —dice María, riendo. Y apenas abre el libro, comienza a dormirse.
Un extraño viento abre la ventana de la habitación. A través de los encajes de la cortina pasa la tamizada luz de una noche sin luna.
—Huele a primavera —dice María cerrando los ojos.
—Sí, huele a primavera —confirma la mujer del espejo mientras comienza a desvanecerse.
FIN DE
“LA DAMA VAGABUNDA”
José Luis Castro Lombilla