domingo, 1 de enero de 2023

HOMENAJE A MARÍA LEJÁRRAGA EN SU 148 ANIVERSARIO.

 

MARÍA LEJÁRRAGA nació el 28 de diciembre de 1874. Hace tiempo que su memoria se viene recuperando gracias al trabajo de numerosos investigadores y editoriales como la sevillana RENACIMIENTO. Todo este esfuerzo ha cristalizado en una estupenda película documental, A LAS MUJERES DE ESPAÑA, dirigida por LAURA HOFMAN y nominada a los Premios Goya 2023. En 2018 escribí este cuento dedicado a María con el que gané el Premio Internacional de Relato Encarna León. Está publicado por la Ciudad Autónoma de Melilla.


LA DAMA VAGABUNDA (La última obra de María Lejárraga)

1
LA MUJER VELADA Y LA ANCIANA
(A manera de prólogo)
Se oye una música, entre dramática y misteriosa, que anuncia sin duda un hecho sorprendente. Una apacible anciana, tez pálida, cabellera blanquísima, está leyendo en un cómodo sillón cuando toda la estancia se oscurece y una mujer se yergue frente a ella. Es alta y va cubierta con un velo. La anciana deja el libro sobre sus rodillas. Ambas se miran.
LA ANCIANA: ¿Quién eres? ¿Dónde vas? ¿Por qué me miras con esos ojos tristes?
LA MUJER VELADA: (Con voz suave y musical.) ¿Ya te has olvidado de mí? Me dijiste lo mismo el año pasado.
LA ANCIANA: (Bromista.) Me alegro de que conserves tan buena memoria. Te estaba esperando.
LA MUJER VELADA: Aunque no me tomes en serio, me agrada tu tono de cínica burla. Yo también tengo sentido del humor.
LA ANCIANA: ¡Somos tal para cual! ¿Qué, nos vamos?
LA MUJER VELADA: (Con amor y piedad.) ¡Insensata… aún no es hora!
LA ANCIANA: (Fingiendo enfado.) ¡Bonita inocentada: otra prórroga…!
LA MUJER VELADA: Pero recuerda que he de llegar cuando no me aguardes.
LA ANCIANA: (Con cierto desdén, cansada.) Soy tuya…
LA MUJER VELADA: Eres mía…
(Sin decir nada más la dama se aleja rápida y silenciosamente, como si no tocara con los pies el suelo.)

2
LA DAMA VAGABUNDA
—¡Gregorio, Gregorio! ¿Dónde estás, perro atontado?
La mujer que vemos se llama María de la O. Lejárraga. Sus torpes movimientos contrastan con el entusiasmo casi juvenil que siente. Es 27 de junio de 1974 y María, con noventa y nueve años, recorre su limpia habitación del sanatorio San Camilo de Buenos Aires preparando una obra de teatro. Mañana morirá de una crisis cardíaca, pero hoy, ajena a su cita con la muerte, la gran escritora española continúa alimentando el fuego de la creación como hace años, cuando trabajaba con su marido Gregorio Martínez Sierra.
Dentro de seis meses, el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, María cumplirá cien años y para celebrarlo se ha propuesto estrenar una nueva comedia.
Ciega de un ojo por culpa de una incurable catarata, aunque María ya no puede escribir bien lleva la obra en su cabeza; pero el actor principal, el perro Gregorio, ¡vaya por Dios!, ha desaparecido. Gregorio es un viejo perrazo de Terranova que vive en el patio del sanatorio y que no se llama Gregorio. Gregorio es sólo el nombre del personaje que tiene que interpretar; y María, para que se vaya acostumbrando al papel, lo llama siempre así. Como Gregorio es tan dócil y cariñoso, su compañía sirve de eficaz terapia para algunos enfermos. Todas las mañanas sor Juana, una de las enfermeras que se turnan día y noche con ejemplar diligencia para cuidar de María, lleva a Gregorio a la habitación de esa bonachona y extravagante exiliada española que le da galletas mientras le cuenta al oído peludo el argumento de su obra. Sor Juana tiene veinticinco años y ni es monja ni se llama Juana, lo que ocurre es que por su dulzura a María le recuerda a Sor Juana de la Cruz, una de las monjas de Canción de cuna, su obra más famosa; por eso ella, como hace con Gregorio, siempre le cambia el nombre. A pesar de su juventud, sor Juana trata a María con un cariño casi maternal, como si María no fuese una anciana centenaria sino una niña que hubieran dejado abandonada en la puerta del sanatorio. Y María la quiere no como a una hija, pues nunca ha tenido eso que llaman instinto maternal, sino como si fuera uno de sus personajes, los únicos hijos que ella ha parido. Sor Juana está encantada con su nombre prestado. Ella admira mucho el teatro de María y Canción de cuna es su obra preferida. La ha leído tantas veces, que casi se la sabe de memoria. Entre pastilla y pastilla, toma de tensión, control del ritmo cardíaco y alguna que otra inyección, suele recitarle a María, con maneras de primera actriz, algún diálogo de su obra. Sor Juana siempre lleva encima un pequeño ejemplar de una cuidada edición de Canción de cuna que a María le hace mucha gracia porque la enfermera, cándidamente vindicativa, ha tachado el nombre de su marido de la portada para escribir María de la O. Lejárraga, el nombre de “su verdadera autora”, como suele decirle con fingida vehemencia antes de comenzar una de sus entrañables discusiones acerca de la autoría de las obras firmadas por Gregorio Martínez Sierra. De nada le sirve a María decirle que el encanto está en producir, que a ella la exhibición personal nunca le gustó y que, además, como las obras son los hijos nacidos de su unión intelectual con Gregorio, con llevar el nombre del padre les basta. Sor Juana sabe que esa “colaboración” que María proclama es falsa. O, al menos, lo es en la proporción que ella pretende.
Pasado mañana, cuando sor Juana lea en algunos periódicos el obituario de María reduciéndola sólo a «La viuda del que fue famoso comediógrafo y celebrado realizador teatral, don Gregorio Martínez Sierra», a la pena por su pérdida se le unirá una irrefrenable cólera que sólo podrá sosegar visitando a María en su nueva residencia, el cementerio de la Chacarita, para leer junto a ella algunas páginas de Canción de cuna.
Pero eso será pasado mañana. Hoy, sor Juana está gozosamente ocupada haciendo sus funciones de ayudante de dirección en la divertida comedia animal en un acto que prepara María. Así, pues, lo primero que hace es ayudarla a sentarse en su sillón para que no se canse, ya ella encontrará a Gregorio que no está perdido sino justo ahí, ¿lo ve usted, doña María?, ahí mismito. Gregorio está debajo de la cama jugando con Catalina…
Catalina es la partenaire de Gregorio, una gata de pura raza egipcia que regalaron a María el año pasado por su cumpleaños las enfermeras de San Camilo. Al contrario de lo que pasa con Gregorio, Catalina sí es el verdadero nombre de la gata. María la bautizó así a los pocos días de tenerla, cuando nada más conocer a Gregorio saltó con gracia serpentina sobre su lomo sin que el perro hiciera nada. Sorprendentemente, contradiciendo a su especie, Gregorio no sólo no ladró intentando cazar a aquella descarada felina sino que pareció quedar prendado de ella contemplándola con una mirada que parecía de amor a un tiempo reverente y protector. Luego, cuando la gata comenzó a pasearse con empaque imperial sobre el fuerte lomo sumiso mirando a todos con desdén, enorgullecido el tonto perro por la adorada carga, María decidió que su gata se llamaría Catalina. Y en ese momento se le ocurrió la obra de teatro que viene ensayando desde entonces sobre los amores de una gata egoísta y un perro atontado.
—¡Válgame Minerva! —dice muy contenta María cuando sor Juana le acerca a Gregorio y a Catalina para que comiencen los ensayos. Pero los ensayos tendrán que posponerse hasta mañana, pues María, en cuanto ha acariciado un poco a sus dos actores, se ha quedado dormida.
Deja sor Juana a María que descanse con su gata en el regazo y le pone la correa a Gregorio para llevarlo a hacer compañía a otros inquilinos de la clínica. Ahora tendrá que volver a llamarlo por su verdadero nombre, aunque a ella el que de verdad le gusta es el de Gregorio. Sor Juana leyó con avidez el libro de memorias que María publicó hace algo más de veinte años, cuando dejó de vagar por Europa para venirse a vivir definitivamente a la Argentina, y sonríe con infantil picardía porque sabe que la obra de teatro es un inocente desquite de la escritora, una forma de conjurar sus peores recuerdos; esos recuerdos con sabor a ceniza en los que Gregorio Martínez Sierra, su compañero, la abandona por Catalina Bárcena, la insigne actriz, la bellísima actriz, la actriz de voz subyugante que suena a música celestial… ¡La frívola, engreída y caprichosa Catalina Bárcena! ¿Cómo pudo seguir escribiendo María papeles para esa mujer después de que Gregorio la dejara?
Cuando sor Juana piensa en estas cosas se irrita muchísimo. Ella sabe que María se vio obligada a escribir esas memorias cuando murió su marido, y con él la firma con la cual había publicado y escenificado la casi totalidad de sus obras, para poder cobrar sus derechos de autor; derechos que ahora debe compartir con una hija de Gregorio y Catalina. Aunque María no hace ninguna crítica a su marido y sus memorias son un generoso canto de amor en el que repite una y otra vez que todas sus obras son fruto de la estrecha colaboración de ambos, sor Juana no se conforma y por eso le cuesta aceptar que María eligiera el anonimato como forma de vida literaria. Además, que en esos deliciosos fragmentos de recuerdos, aunque lo haga con exquisita elegancia, por mucho que quiera negarlo María deja constancia de lo contrario. Y cada vez que la joven enfermera le pone en el tocadiscos El amor brujo, María, mientras canturrea con gracioso acento andaluz la canción del fuego fatuo, olvidándose de la red de mistificaciones que ella misma ha tejido alrededor de sus creaciones, le cuenta la relación con su buen amigo Falla y con cuánto ahínco trabajó con él para escribir, ella sola, el emocionante libreto de la obra.
Las memorias de María se llaman Gregorio y yo, y aunque sor Juana les tiene una enorme afición y las relee casi tanto como Canción de cuna, no deja de reprochar cariñosamente a María que para firmarlo sólo hubiera recuperado su nombre de pila. María se ríe muchísimo batallando con sor Juana. Siempre que le recrimina el que toda su producción escrita en el exilio tras la muerte de Gregorio esté firmada por esa “extraña” María Martínez Sierra y no por la gran María del O. Lejárraga que ella conoce, poniendo cómica voz de superiora de convento María le replica con los comentarios más inesperados, traviesas humoradas cargadas de ingenio que desarman a la joven enfermera. Las batallas perdidas de sor Juana desfaciendo el entuerto autoral de María, siempre acaban con un armisticio de abrazos y cálidos besos. A pesar de todo, fiel a su espíritu quijotesco, al igual que con su ejemplar de Canción de cuna, en todas las revistas y periódicos argentinos que conserva con colaboraciones de María Martínez Sierra, sor Juana ha ejecutado su “donoso escrutinio” en forma de tachaduras y posterior enmienda sobre el apellido.
Decididamente sor Juana es la más esforzada defensora de María Lejárraga. Toda la bondad que la joven enfermera desprende en su trabajo, desaparece cuando se trata de reivindicar la obra de María. Cuando cruzó el Atlántico, antes de llegar a Buenos Aires María estuvo un tiempo en Estados Unidos donde intentó vender algunos cuentos a Walt Disney. La poderosa empresa los rechazó pero al poco tiempo estrenó una película de animación que según le contó María a sor Juana plagiaba en parte uno de aquellos cuentos. La película es La dama y el vagabundo y ni que decir tiene que sor Juana le ha jurado odio eterno a Walt Disney y se niega rotundamente a ver sus películas.
—Vamos Gregorio, ven Gregorio, Gregorio… —dice sor Juana tirando suavemente del perro para salir mientras el nombre queda flotando en el aire de la habitación que huele a sándalo y café.
«Gregorio, Gregorio, Gregorio…».
María se ha dormido pensando en su nueva obra. Cuando acariciaba la piel atigrada de Catalina, su cerebro estaba ya repasando el último cuadro en el que el perro Gregorio se da por fin cuenta de que su verdadero amor es la perrita María, su novia de toda la vida a la que abandonó tras quedar cautivado por los hechizos de seducción de la hermosa y pérfida gata Catalina. Como en el sanatorio no hay ninguna perrita, María ha sabido sortear con profesionalidad este obstáculo, ¡gajes del oficio!, haciendo que la que ella ha imaginado como encantadora, adorable, culta y refinada perrita María sólo intervenga como ensueño de la razón. Quizás cuando despierte no se acuerde del final de la obra y haya olvidado algunos extraordinarios hallazgos escénicos que ha elaborado en la duermevela; porque aunque la cabeza de María funciona perfectamente, algunas veces le falla la memoria. Pero sólo cuando está despierta, pues cuando duerme todos los recuerdos le aparecen con nitidez. María ya no tiene otros sueños que su vida; una vida proyectada como película sin fin; un vértigo de fotogramas con olor a heno recién cortado que siempre la lleva a su infancia feliz en San Millán de la Cogolla, la aldehuela de la Rioja en la que nació y fue bautizada, ¡venturoso presagio!, en la misma pila que Gonzalo de Berceo. Allí vivió hasta que a los cuatro años la familia se trasladó a Madrid. Y se sueña María en la dichosa aventura de leer en libertad gracias al noble espíritu y la refinada cultura de sus padres. Y sueña con un pedazo de seda de un viejo vestido de su madre, con bordaditos negros, que guardó durante años porque desprendía un sutil aroma en el que estaba conservada su esencia. Su madre, su primera maestra a la que María sueña siempre dándole clases de francés y encendiendo innumerables hogueras de ilusión junto a su padre, generoso médico rural incapaz de cobrar por sus servicios a los más desfavorecidos. Mientras sueña, su cerebro se convierte en un cinematógrafo en el que la tira de celuloide siempre está impresa con la imagen de su abuela, melancólica dama vestida de negro, cuando dejaba que la acompañara al gallinero y le consentía que compartiese con los polluelos recién nacidos la sopa en vino que había preparado para ellos. Y aparece también, ¡delirio delicioso!, su primer teatrillo de juguete lleno de actores de cartón con el que María, junto a Talía y Melpómene, aprendió a amar las bambalinas, los telones y bastidores mientras inventaba farsas basadas en la Historia, la mitología, los cuentos de Andersen o las hazañas del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. En la película de su vida, vuelve siempre a deleitarse María viendo cómo por un agujero que ella misma ha hecho se escapa el serrín del cuerpo de esas bobas muñecas lloronas de su niñez que a ella nunca le han gustado. Y se sueña como una flamante maestra de escuela, ¡qué inmensa alegría contribuir a despertar la inteligencia infantil!, que con apenas veintitrés años conoce a un muchacho algo menor que ella, un tímido ratoncillo de salud quebradiza, menudo y nervioso, amigo de sus hermanos con el que comparte la pasión del teatro. María ha escrito ya su primer libro de cuentos infantiles; él, está terminando un libro de poemas. Juntos buscan hamadríadas detrás de los árboles y náyades bajo cada gota de agua. Los dos se quieren y en apenas tres años se casan. Y viven felices, como en una bonita novela de amor, su vida en común llena de libros y grandes amigos: Juan Ramón Jiménez, Zenobia Camprubí, Jacinto Benavente… Revistas literarias, poesías, novelas y teatro, mucho teatro. Trabajan juntos proyectando obras que escribirá María para que él las firme. Y tras mucho esfuerzo, llega el triunfo. Cuando después de una exitosa representación él salga a saludar para recibir la ovación del público, desde las sombras de un palco María aplaudirá con más fuerza que nadie. Y se unirá, feliz y enamorada, al coro de espectadores que gritan el nombre del gran dramaturgo: ¡Gregorio, Gregorio, Gregorio…!
«Gregorio, Gregorio, Gregorio…». La voz de sor Juana que había quedado flotando en la habitación se ha colado por el oído de María para unirse a las admiradas voces de ese teatro de ensueño solapándolas hasta silenciarlas. También María se ha callado. Ahora sólo se oye la joven voz que poco a poco va distorsionándose hasta convertirse en un chillido desapacible. «Gregorio, Gregorio, Gregorio…». Sigue escuchando María una voz joven pero ya no es la dulce voz de su enfermera sino la horrísona voz de falsete de Catalina Bárcena. Y entonces se agita en un temblor que principia en los pies y le recorre el cuerpo hasta consumar finalmente en un rictus trágico de su boca arrugada. Al sentir la máscara de la tragedia sobre su propio rostro, María sueña que se despierta y ve a la gata sobre sus rodillas maullando el nombre del traidor. El sueño se vuelve negro al recordar la infamia, el desengaño, la pena insolente sin consuelo ni medida y las horas desperdiciadas sufriendo por amor. Los años de impostura en los que mientras ella soñaba con pan y leche y miel, él iba anhelando oro y laureles. Le robaron el papel principal en la obra de su vida y tuvo que conformarse con verla, ¡espectadora privilegiada!, desde la triste concha del apuntador. Hasta la separación definitiva.
Pero lejos de repudiar a Gregorio, presa de una subordinación que contradice a su firme convicción feminista, María continúa escribiendo para él y siente renacer una pueril esperanza cada vez que recibe alguna carta suya. «Vidita mía, mándame pronto el cuarto acto…»; «Niña mía, ¿cómo llevas ese artículo para Blanco y Negro…?»; «Adiós, rica, soy tu hijito, tu calamidad, tu pequeño, tu viejo amigo…». Y sueña María con aquel lápiz mordido por Gregorio que aún conserva como una reliquia. Algunas veces, en la soledad de su cuarto, ella lo muerde sin temor a contagios, confiada en que ningún microbio podía albergar aquella boca fresca que no fuese el microbio del buen humor, de la gracia y de la risa…
Quisiera María volver atrás en el tiempo; a ese tiempo de paz en el que ella está sentada en el escritorio y él se inclina sobre su hombro para ver lo que va escribiendo. Pero la verdad de la vida está en los sueños y María no puede luchar contra el cruel orden que le muestra su nueva vida sin él, una vida en la que cambia las tablas del teatro por las de la política.
Comprometida con la República, cuyo advenimiento le produjo la mayor alegría de su existencia, mientras Gregorio conquista Hollywood haciendo películas ella recorre los caminos de España levantando conciencias. Se siente rejuvenecer María soñándose como diputada al Congreso cuando otro mal sueño viene a quebrar el ilusionante sueño republicano. Es el estremecedor sueño de la guerra que la destierra de su patria para siempre. También Gregorio se quedará fuera de España. Esta generosa tierra argentina que ahora la acoge a ella, será durante años el refugio del marido infiel. Hasta que llega el fatídico año de 1947 y la enfermedad que lo había perseguido toda la vida le da caza. Gregorio volverá a España para morir…
Ése es si duda el peor de los recuerdos que sueña María. Una radio le da la funesta noticia y en la lejanía francesa ella llora frente a un espejo que no le devuelve su imagen sino la de Gregorio. Las lágrimas se cuajan en sus ojos y bajan por las mejillas hasta llegar a su boca. Y mientras bebe sus lágrimas entre saladas y dulces siente que su alma se desgaja del cuerpo para volar hasta su lecho de muerte. «Duerme en paz, Dios te guarde…», le dice, dulcemente. Y con cuidado maternal le cierra los ojos y le cruza las manos sobre el pecho. Después se arrodilla a su lado y, levantando los ojos al cielo, María sueña una plegaria: «¡Señor, doy mi alma por la suya…!».
*****
Aún resuenan dentro de su cabeza las desesperadas súplicas cuando María pasea por el patio de la clínica san Camilo. Pero apenas anda. A la tortura de la arterioesclerosis se le ha unido hoy un malestar nuevo; un raro desasosiego que siente desde que otra de las enfermeras que cuidan de ella la ha despertado para llevarla a tomar un poco el sol. Y sigue María oyendo el débil eco de los sueños cuando vuelve a su habitación, más cansada que nunca, y se sienta nuevamente en su sillón. A pesar del sol que ha absorbido, María tiene frío. Pero, de pronto, como un vendaval de juventud, la alegre voz de sor Juana precede a su entrada en la habitación llenándola de tierna calidez.
—¡Habéis venido aquí para escuchar un cuento, y os han hecho saltar las tapias de un convento…!
Apartando con su alegre actitud los fríos nubarrones que amenazaban la habitual animosidad de María, entre risotadas contagiosas y sin apenas respirar sor Juana le está contando cómo ha regañado a un grupo de recios gauchos jubilados porque estaban viendo un partido de fútbol en la sala de televisión. Muy en su papel de rígida enfermera, les ha dicho que para prevenir el deterioro cognitivo hay que ver menos fútbol y leer más. Y aprovechando la larga pausa entre los dos tiempos del juego, les ha leído el segundo acto de Canción de cuna. Y no para de reír sor Juana mientras le cuenta a María los esfuerzos inútiles que han hecho algunos por disimular unas lagrimillas traidoras que desafiaban a su masculinidad.
Reconfortada con la alegría de sor Juana, cuando la enfermera, porque ya ha terminado su turno, se despide de ella emplazándola para continuar mañana con los ensayos de la obra, María se levanta del sillón y la abraza con fuerza. La ternura que transmite el abrazo anula la extrañeza que siente sor Juana al ver que hoy María no se despide con alguna de sus bromas como siempre.
—¡Dios te bendiga, hija mía…!
*****
Ya en la cama, antes de dormir, María se mira en el espejo de pared que tiene enfrente. A pesar de la vista tan debilitada, ve con claridad su imagen reflejada y cómo gradualmente se transforma en otra. Es una mujer cubierta con un velo.
—¿Quién eres? —dice María con tono irónico.
La mujer velada la mira con tristeza. En silencio se levanta el velo de la cara. Su rostro, envuelto en lívido resplandor, deja ver la descarnada calavera de la Muerte.
—Soy mi propio espejo y mi propio fantasma —continúa, bromista, María—. No te esperaba hoy. Aunque te presentía… ¿No dices nada? Estás demasiado triste.
—Y tú demasiado alegre —dice, al fin, la mujer velada.
—La única razón de la vida está en la alegría con que se vive… Soy tuya.
—Eres mía.
María coge un libro de la mesilla.
—¿Qué haces? —pregunta la mujer velada.
—¡Es un bonito momento para tocar la flauta de Sócrates…! —dice María, riendo. Y apenas abre el libro, comienza a dormirse.
Un extraño viento abre la ventana de la habitación. A través de los encajes de la cortina pasa la tamizada luz de una noche sin luna.
—Huele a primavera —dice María cerrando los ojos.
—Sí, huele a primavera —confirma la mujer del espejo mientras comienza a desvanecerse.
FIN DE
“LA DAMA VAGABUNDA”
José Luis Castro Lombilla

lunes, 15 de agosto de 2022

VIDAS PARALELAS (CUENTOS TONTOS DE AGOSTO)

VIDAS PARALELAS
(CUENTOS TONTOS DE VERANO)
Y 3. DOS MUJERES Y UN DESTINO
«♫ Yo era luz del alba, espuma del río, candelita de oro puesta en un altar... ♫».
La desgarradora voz traspasa el fino tejido que cubre los auriculares y resuena por los pasillos de la casa como un hermoso toque de diana. Sin embargo, la cantaora no quiere despertar a nadie. Lo único que pasa es que a Isabel, que así se llama esta mujer, le gusta mucho escucharse y, cada mañana, cuando se levanta, lo primero que hace es encender el MP3 para oír algunos de sus grandes éxitos mientras desayuna.
«♫ Yo era muchas cosas que ya se han perdío en los arenales de mi voluntad. Y ahora soy lo mismo que un perro sin amo que ventea el sitio donde va a morí… ♫».
Isabel es, digámoslo ya, Isabel Pantoja, la célebre tonadillera española que tantos sinsabores ha tenido que sufrir por culpa de un querer que fue su perdición…
«♫ Si alguien me pregunta que cómo me llamo me encojo de hombros y contesto así: yo soy ésa, esa oscura clavellina que va de esquina en esquina volviendo atrás la cabeza. Lo mismo me llaman Carmen que Lolilla que Pilar, con lo que quieran llamarme me tengo que conformá... ♫».
Como un acto reflejo, la cantante enciende el televisor y por inercia zapea. Los canales pasan en una loca sucesión de imágenes que no le interesan. Ella sólo presta atención a su propia voz cantándole al oído. Mas de pronto, algo despierta su interés. En la televisión pública está ella misma pero más joven cantando en una taberna antigua. Rápidamente descubre que están reponiendo el segundo episodio de la serie Curro Jiménez, uno de los dos en los que participó hace ya más de cuarenta años haciendo de Araceli, una cantaora amiga de los bandoleros. En su primera aparición, precisamente, Isabel/Araceli ayuda a un pícaro ladrón a escapar de la justicia entreteniendo con sus coplas a los guardias que lo buscan. El bandido se disfraza de mujer con un vestido de Araceli que lo despide lanzándole un beso cómplice desde el tablao.
«♫ Soy la que no tiene nombre, la que a nadie le interesa, la perdición de los hombres, la que miente cuando besa. Ya lo saben, yo soy ésa... ♫».
Tiene Isabel curiosidad ante ese reflejo especular que le ofrece la pantalla del televisor. Sube el volumen del aparato y se quita los auriculares para escucharse y verse en la dimensión ficcional del plasma. Y ve a Araceli flirteando con el granuja y engañando a la justicia de igual forma que más tarde, en el tercer episodio, recuerda que también colaborará con los bandidos en sus truhanerías. Isabel se reconoce en la joven mujer y no puede evitar subrayar esta certidumbre con un grito:
—¡Yo soy ésa…!
Y entonces, llevándose a los labios una cucharada de té en el que ha migado un trocito de magdalena, siente la inconmovible punzada de la memoria haciendo desfilar amargas imágenes de ella hace unos años en Marbella. Y vuelve a revivir las lacerantes acusaciones de complicidad criminal con una trama de corrupción urbanística y todo el calvario judicial que finalmente la llevó a la cárcel. Las lágrimas se cuajan en sus ojos y bajan por las mejillas hasta llegar a su boca. Isabel bebe las lágrimas entre saladas y dulces y experimenta una inquietud, algo así como un violento pesar interno.
—¡Ay! —piensa en voz alta—, si al menos Julián Muñoz hubiera sido tan guapo como el Estudiante…
Lombilla
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martes, 9 de agosto de 2022

VIDAS PARALELAS (CUENTOS TONTOS DE AGOSTO)

VIDAS PARALELAS
(CUENTOS TONTOS DE VERANO)
2. ODIO CONSTANTE MÁS ALLÁ DE LA MUERTE
La persona que vemos se llama Juanjo Artero y es actor. Debido a su exitosa carrera, a pesar de la edad pocos españoles dejamos de reconocer en él cuando lo vemos a Javi, uno de los protagonistas de la serie Verano azul. Juanjo está en su casa viendo la televisión. Y no hace falta ser psicólogo para advertir que está nervioso. Un temblor de manos, ciertos movimientos involuntarios de los ojos y una extraña sonrisa, tras la cual puede adivinarse un mordisqueo compulsivo en la cara interna de las mejillas, delatan el estado de excitación en que se encuentra. Cada año, cuando reponen la serie Curro Jiménez y llega el episodio titulado El servidor de la justicia, le ocurre lo mismo. No puede evitarlo. De pronto, Juanjo Artero se transforma. ¿Y por qué pasa esto? Pues, para saberlo, quizá no sea del todo inconveniente que resumamos ese episodio de la serie de bandoleros. Tampoco estará de más que hablemos algo del actor que interpretaba al servidor de la justicia. Pero no adelantemos acontecimientos. Vayamos por partes.
En El servidor de la justicia, Curro, que andaba solo por el monte, es apresado por un sabueso de la ley. Finalmente, tras varios intentos de fuga, el ex barquero de Cantillana consigue pillar desprevenido a su captor y lo reduce estrangunlándolo con la cadena de sus grilletes. En cuanto al actor sabueso, cuyo nombre, tal vez en un fatuo intento por crear suspenses idiotas muy al gusto de nuestros días, aún no hemos dicho, es Manuel Gallardo, intérprete que unos años más tarde será el padre de Javi en Verano azul. Estos dos papeles, el de un perseguidor de bandoleros decimonónico y el de un comercial con hijo rebelde en los años ochenta del siglo veinte, aun siendo tan diferentes, guardan entre sí cierto paralelismo. A pesar de que ambos actúan siempre pensando en hacer lo correcto, resultan de lo más antipático para el telespectador. El servidor de la justicia detiene a Curro Jiménez convencido realmente de que es un criminal al que hay que encerrar por el bien de la sociedad. El padre de Javi, por su parte, es severo con el hijo sólo porque quiere hacer de él un hombre de provecho. Pocos habrá que hayan olvidado aquel episodio titulado La bofetada en el que pega a su hijo por haberse desnudado delante de unas pijas muy tontas que lo habían tirado vestido a una piscina. La escena ocurre en el chalé de un rico empresario con el que el padre de Javi pretende hacer negocios. Y, claro, que su hijo le enseñe el culo a las hijas del posible cliente no ayuda. El padre de Javi, interpretado por Manuel Gallardo, no lo olvidemos, pierde los estribos y en ese momento le da la clamorosa bofetada que intitula el episodio... Pero ya va siendo hora de que volvamos no con Javi sino con Juanjo Artero, el actor que le dio vida hace cuarenta años y al que habíamos dejado muy inquieto delante del televisor en su casa esperando el comienzo de su episodio favorito de Curro Jiménez. Porque es allí, frente a ese televisor, donde se centra la tensión dramática de esta crónica verdadera.
El servidor de la justicia ha empezado y ahora, en la pantalla, dos hombres luchan a muerte. Uno, ya lo sabemos, lucha por su libertad; el otro lo hace por prurito profesional. Juanjo Artero también conoce las razones que mueven a estos dos personajes y hasta el final del episodio. Son tantas las veces que lo ha visto, que se lo sabe de memoria. Por eso no se comprende su insólita reacción. Sabiendo como sabe después de ver tantas reposiciones que tras la lucha Curro perdonará la vida al servidor de la justicia, resulta incomprensible que Juanjo lo vea siempre, año tras año, esperanzado en que algo cambie, en que acaso un imposible milagro catódico consiga desviar por una vez el fatum de los personajes. Quizá todo se deba a una anomalía crónica del lóbulo cerebral correspondiente que ha mermado su capacidad de raciocinio. También pudiera ser que las fibras que conectan y transmiten los impulsos nerviosos entre sus hemisferios hubieran sufrido hace cuarenta años unas eventuales interferencias a consecuencia de aquella bofetada… O, tal vez, quién sabe, la culpa de todo simplemente la tenga Stanislavski. Porque es el caso que, cada vez que Curro pelea con el servidor de la justicia, algo se activa en la cabeza de Juanjo. En segundos la realidad presente se desvanece. Todo a su alrededor no es más que una débil pincelada impresionista dentro del torbellino de imágenes que le llegan a su cerebro abotargado. Y es entonces cuando vuelve a revivir, con extraordinaria nitidez, aquella escena del pasado en la que Manuel Gallardo lo abofetea. Así, mientras Curro Jiménez dentro del televisor tira fuertemente de la cadena que rodea el cuello de su enemigo, Juanjo Artero, desde su sillón, sintiendo de nuevo en el carrillo izquierdo el mismo dolor que sintió a los quince años, con el semblante desencajado grita:
—¡Mátalo, Curro, mátalo!
Lombilla
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viernes, 5 de agosto de 2022

VIDAS PARALELAS (CUENTOS TONTOS DE AGOSTO)

VIDAS PARALELAS
(CUENTOS TONTOS DE AGOSTO)
1.DOS PERSONAJES EN BUSCA DE AUTOR…
Todos los años se obra el prodigio. Cada día, al llegar agosto, cuando dan las doce de la noche alrededor de la antena que corona “el Pirulí” de Torrespaña se forma una densa bruma que, poco a poco, desciende hasta cubrir los estudios de RTVE. A pesar del calor, la niebla convierte esta parte de Madrid en algo así como un fresco bosque gallego, acaso cercano a San Andrés de Teixido. Coincidiendo con el sonido de una campanilla por la nube que llena los pasillos de la televisión pública se perfilan dos figuras que avanzan lenta, suavemente, como si no tocaran con los pies el suelo. Cada una de ellas lleva en la mano una vela. Y no hace falta ser un lince, desde luego, para darse cuenta rápidamente de que esta pareja es, aunque no baile, una danza macabra de almas en pena del purgatorio televisivo que aún necesitan purificarse para alcanzar la gloria. Bajo el sudario de celuloide que los envuelve se pueden ver sus ropas. Uno lleva sombrero calañés, traje corto y polainas de cuero. Por la cintura le sobresale una navaja. El otro viste pantalones vaqueros y una camiseta blanca, muy juvenil. En la mano lleva un ejemplar de El principito. Muy idiota hay que ser para no darse cuenta de que estos dos son “el Gitano” de la serie Curro Jiménez y Quique, de Verano azul, que andan penando en busca de un autor que les dé un papel de peso para tener después de muertos el protagonismo que les faltó en vida. Los dos van hablando a la vez, repitiendo cada uno las mismas palabras, como si rezaran. Si alguien, venciendo el lógico miedo que siempre infunden semejantes visiones, lograra acercarse un poquito, podría oír lo que esta Santa Compaña de personajes secundarios va musitando.
—Odio a Curro, al Algarrobo y al Estudiante… —dice uno.
—Odio a Chanquete, a Javi y a Pancho…—dice el otro.
Entretanto, a lo lejos los perros aúllan y todos los gatos huyen despavoridos.
Lombilla.
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Esperanza La Roja, Francisco Piedecausa y 10 personas más
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